IMPULS ECOLÒGIC AL TERCER MIL.LENNI
Déu parla a través de les coses creades.
Juan Pablo II dejaba escrito que “precisamente razonando sobre la Naturaleza se puede llegar hasta el Creador (…) Se reconoce así un primer paso de la Revelación divina, constituido por el maravilloso “libro de la Naturaleza”, con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador” (Fides et ratio, 19). Con anterioridad ya había recordado que “el esplendor de la Verdad brilla en todas las obras del Creador” (Veritatis splendor, 1) porque aquí radica quizá la clave del problema con el que se ha enfrentado el hombre, católico o no, creyente o no, cuando desde mitad del segundo milenio, y agravado en los dos últimos siglos, se ha hecho un lío morrocotudo entre las conquistas científicas y el conocimiento religioso. El Concilio Vaticano I (1864) quiso enfocar este problema que ha fabricado el hombre sobre la fe y la razón proclamando como dogma la capacidad de la inteligencia humana para llegar al conocimiento de su Creador. Es un conocimiento natural posible alcanzado por el razonamiento sobre las obras de Dios como se puede tener de una persona humana estudiando sus obras, sus pinturas, sus escritos u otras realizaciones suyas.
Este conocimiento natural de Dios que el hombre puede alcanzar lo hace de modo distinto del que se adquiere por la vía de la fe aunque esta revelación sobrenatural se ha de complementar con la natural. El abrirse de Dios para manifestar su Ser no viene dado en el orden de la creación pero complementará los datos que la razón natural posee en vistas a comprender el sentido de la vida y a dar respuesta a los interrogantes vitales que todo hombre se plantea. Así lo recuerda el Papa Wojtyla (cf. Veritatis splendor, 2; Fides et ratio, 12, 23 y 60).
Hablar
de la Revelación natural a través de las cosas creadas requiere una previa
aclaración. Naturaleza y Creación son dos palabras de origen y significado
diversos: el uno es de la Filosofía griega y el otro es bíblico. Lo natural
inicialmente excluía la acción de Dios y, en cambio, lo creacional lo supone.
La Teología asumió esos conceptos filosóficos precristianos de Naturaleza y lo
natural, desechando su inicial significado “ateo” y dándole un nuevo
significado que se aplica para indicar la creación y sus virtualidades. Por
medio de la creación, de las cosas de este mundo sacadas por Dios de la nada,
el hombre puede conocer la existencia del Creador con la luz natural de la
inteligencia “porque lo invisible de
Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus
obras” (Rom 1, 20) y porque a los hombres Dios “puso su luz en sus
corazones para mostrarles la grandeza de sus obras” (Si 17, 6-10). En el
orden del Universo, en la inmensidad del mar y del firmamento se manifiesta la
gloria de Dios (cf Ps 19, 2; 107, 23; Si 42, 15-43). “No es un mensaje, ni palabras, ni su voz se puede oír, pero por toda la
Tierra se adivinan los rasgos y sus giros hasta el confín del mundo” (Ps
19,5; Jb 25, 7-14).
En el pensamiento bíblico los fenómenos de la Naturaleza se consideran como manifestaciones del poder de Dios, atribuidos a la fuerza de su Palabra; la misma obra creadora se atribuye a la Palabra de Dios (cf Gen 1, 2 ss; Jn 1, 3) por eso quienes no reconocen a Dios por este camino no tienen excusa (cf Sap 13, 8; Rom 1, 20) y menos aún quienes se fabrican ídolos a los que suplican y a los que sirven (cf Sap 13, 10-19; Rom 1, 21-23; Dt 4, 16-18). La obra de la creación y el dinamismo de la Naturaleza son el punto de apoyo natural para que el hombre reconozca a Dios que se revela en la Historia con su Palabra.
El
contenido primario y directo de la revelación no es sino Dios mismo y los
misterios sobrenaturales de su Ser y de su Obrar, de su creación y de sus
designios salvíficos. Las cosas del hombre y del mundo que le contiene, o sea
las cosas propias de la Ciencia, no son objeto directo de revelación. Esos
misterios del orden natural o creacional son objeto directo del conocimiento de
la inteligencia humana con sus solas fuerzas y no tienen relación directa
alguna con la salvación eterna pues para salvarse no hace falta ser científico
(físico, químico, biólogo, etc.) ni siquiera se necesita ser alfabeto. Muchos
siglos antes de la problemática de Galileo ya san Agustín recuerda que “el Espíritu Santo que hablaba por medio de
los hagiógrafos, no quiso enseñar a los hombres cosas que no tienen ninguna
utilidad para la salvación eterna” (Gen. Ad litt. 2, 9, 20; PL 34, 270) y que
“el Señor no prometió el Espíritu Santo
para instruirnos acerca del curso del sol y de la luna; quería hacer cristianos,
no matemáticos” (De actis cum Felice Man, 1, 10; PL 42, 525). Las ciencias
fisicomatemáticas, experimentales o positivas, y las ciencias humanas sociales,
con sus métodos propios, van logrando por la razón humana un conocimiento cada
vez más amplio del mundo y del hombre, incluso de Dios en cuanto que es
cognoscible como Creador.
Los
datos sobre el mundo y el hombre que se dan en la Revelación no son datos
científicamente infalibles sino que el escritor sagrado los aporta simplemente
como soporte para los datos sobrenaturales de fe, aquellos que están en
relación con la salvación eterna del hombre, ajustándose a los conocimientos científicos
propios de su época. Juan Pablo II en su encíclica “Fe y razón” hace un canto a
la armonía de los dos órdenes distintos para conocer la realidad, el orden
natural y el sobrenatural, y se propuso impulsar la recomposición de esa
armonía rota descaradamente en la segunda mitad del segundo milenio. Es la armonía entre lo científico-filosófico y lo teológico, entre el saber natural
alcanzado por medio de la razón y el saber sobrenatural que la misma razón
humana alcanza con los contenidos específicos de fe.
Desde que tal armonía se rompió se pone en duda que todo lo contenido en la Biblia sea verdadero, como hizo una parte de la moderna interpretación y exégesis científica de la Biblia. Sobre las cosas de la Naturaleza, que estudian las ciencias naturales, la Biblia dice siempre verdad según el lenguaje ordinario y común de los hombres aunque sean analfabetos. Así se dice que el sol sale y se pone para indicar que es de día o de noche y no se pretende dar lecciones de Astronomía. Tomás de Aquino recuerda que la Biblia unas veces hace referencia a fenómenos naturales adaptándose al lenguaje ordinario que describe las cosas como aparecen a los sentidos, y en otras ocasiones los refiere en forma metafórica. Así, cuando la Biblia habla de los seis días de la creación, no hay otra enseñanza que una metáfora para revelar que Dios lo ha creado todo y que no lo ha creado todo a la vez. El “barro” del que Dios formó el cuerpo humano y al que le insufló la vida, según uno de los dos relatos (cf Gen 2, 7), explica la unión que en el hombre hay entre lo material y lo espiritual. No quiere decir que Dios necesite “manos”, como un alfarero, para fabricar al hombre, pero enseña que no habiéndolas utilizado para la creación de las demás criaturas vivientes, sí las utilizó para que apareciera el cuerpo humano, lo que revela un cuidado, un cariño, una atención explícita de Dios para con el hombre. La lección de fe es dar a entender que la evolución de la materia y de las especies (no todo fue hecho de golpe, en un sólo día) tiene su curso propio y el Creador no está explícitamente pendiente. Pero la aparición del hombre no es sólo parte del proceso natural, del necesario devenir de los simios: la materia preexistente la acaricia el Creador como predisponiéndola a recibir la parte espiritual que se “le insufla por las narices” (Gen 2, 7). La Biblia no da clases científicas y el escritor sagrado se expresa con la Ciencia de su tiempo; cuando la Ciencia progresa y explica las cosas no sólo por las apariencias contribuye a una mejor comprensión de lo revelado. Ya lo decía Agustín de Hipona: “cuanto más se progresa en la Ciencia, más se admiran las Escrituras sagradas, pues su profundidad las hace insondables” (San Agustín, Ad Orosium contra Priscillianistas, cap. IX).
De las cuestiones históricas la
Revelación es de hechos históricos como el pecado original, la vocación de Abrahán, la
salida de los israelitas de Egipto, el nacimiento de Jesucristo de María
Virgen, su muerte y su resurrección, etc. Son hechos históricos salvíficos, son
intervenciones sobrenaturales de Dios en la Historia humana y son hechos humanos
directamente relacionados con esas intervenciones divinas. Cuando la Biblia los
transmite es porque son hechos verdaderos y han ocurrido verdaderamente pues,
de lo contrario, Dios no sería veraz, independientemente de que tales hechos
puedan testimoniarse o comprobarse por otras fuentes históricas extrabíblicas.
Juan Pablo II, en su Carta apostólica del Jubileo del año 2000, recuerda los
testimonios extrabíblicos acerca de la existencia histórica de Jesús (TMA, 5)
que, entre otras cosas, marcan la notable diferencia entre Cristo y cualquier
otro fundador de religión alguna.

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